miércoles, 21 de marzo de 2012

Te sumas a mis recuerdos sin sumarte a mi mundo


Mis padres están vivos. Significa que yo todavía no he nacido del todo. Ellos todavía pulen poquito a poco mis hombros angulosos. Todavía vierten alma en mi pecho, que cambia su perfil, al igual que las ánforas de los antiguos griegos tomaban la forma del vino que se espesaba en su interior.

Replicaba encogiéndose de hombros el abuelo Gabaret. "De todo cuanto eres, los ojos son lo menos tuyo. La luz es como un pájaro que pone los huevos en nido en ajeno".

En cambio, el abuelo Gabaret estaba fascinado por la memoria corta de los espejos. "Ningún rastro. Ningún estremecimiento, ningún eco. Vista en el espejo, la historia es igual a cero", decía acariciando la luna brillante.

El abuelo Gabaret afirmaba: "Yo pertenezco a tu mundo, mancias", es decir, hijo mío, "pero tú no perteneces al mío. Más aún. Te sumas a mis recuerdos sin sumarte a mi mundo".

El cuerpo muerto es como un pozo, en que ya puede uno arrojar luz que nunca se colma.

Mas, de igual manera que las aves, cuando vuelan sobre los grandes mares, necesitan un pedazo de tierra para posarse, también los libros, para sobrevivir, necesitan de hombres que los lean, que levanten la tapa y los hojeen para poder respirar.

Los vivos y los muertos pertenecen al cielo y la tierra. Sólo los moribundos pertenecen por completo a la muerte.

No existe ninguna familia armenia en este mundo que no cuente con algún desaparecido, como en un remolino, en los círculos de la muerte. Así pues, uno puede rezar al pie de cada fosa común pensando que allí se encuentra algún desaparecido de su familia.


Fragmentos de la novela El libro de los susurros (Valencia, Pre-textos, 2011; traducción y notas de Joaquín Garrigós), del escritor rumano de origen armenio Varujan Vosganian (Craiova, 1958).

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